viernes, 23 de mayo de 2008

Corpus Christi


¡Cómo estás, mi Señor, en la custodia

igual que la palmera que alegra el arenal,

queremos que, en el centro de tu vida,

reine sobre las cosas tu ardiente caridad!

Así canta el himno eucarístico del Congreso celebrado en Sevilla con asistencia del Papa Juan Pablo II.

Cristo en el centro de la vida; de la vida humana, de la vida de esta sociedad que formamos los humanos que poblamos este mundo que se llama “La Tierra”.

En este día, el día del Hábeas, en muchas calles y plazas de nuestros pueblos y ciudades y, hasta en las más remotas y recónditas aldeas, los cristianos honran la “Presencia Real de Jesucristo en el Santísimo Sacramento: en la Hostia Consagrada, paseando triunfal y devotamente la custodia en que va expuesta.

Esta manifestación pública y solemne comenzó a mediados de la alta Edad Media, en el siglo XIV, aunque ya antes y en forma local se había iniciado a petición de una Santa Religiosa, con motivo de las revelaciones tenidas por la misma y confirmadas por el Papa.

Fue en el siglo XVI, y a causa de las controversias de la Reforma cuando se extendió a toda la Iglesia la norma de celebrar un día especial en honor a Jesucristo Sacramentado y de hacer patente y visible su presencia en las procesiones públicas propiamente llamadas “ del Cuerpo de Cristo”, ya que en ellas no se exhibe o se venera una imagen o estatua, sino el verdadero y presente Cuerpo y Sangre del Señor en la Hostia Consagrada.

Con este motivo, la religión, la fe del pueblo y el arte se dieron la mano y rivalizaron en la creación de las magníficas custodias, obras de la mejor orfebrería de los siglos XVI y XVII, principalmente en España, como son la custodia de Toledo, de Sevilla, y de tantos otros pueblos y ciudades de nuestra geografía.

Hasta hace pocos años, esta fiesta del Hábeas se celebró el jueves inmediato a la solemnidad de la Santísima Trinidad, igual que se celebraban las del Jueves Santo y el de la Ascensión del Señor.

De ahí salió el cantar popular que decía: “Tres jueves hay en el año que relucen como el Sol: Jueves Santo, Hábeas Christi y el día de la Ascensión”.

De ellos solo permanece el Jueves Santo. Los otros dos, a causa de reformas más o menos discutibles, se han trasladado al domingo inmediato a las fechas anteriores.

De todos modos, el pueblo cristiano sigue celebrando con fervor y entusiasmo religioso esa presencia viva y real de Cristo a quien adora manifiesto en la custodia procesional.

Con el himno eucarístico litúrgico de ese día digamos también nosotros:


“¡ Que la lengua humana

cante este misterio:

La preciosa Sangre

Y el precioso Cuerpo!”


D. José Manuel Álvarez Benítez

Cura Párroco de Villamartín

martes, 20 de mayo de 2008

Evangelium vitae. Ioannes Paulus PP. II


«
Una gran señal apareció en el cielo: una Mujer vestida del sol » (Ap 12, 1): la maternidad de María y de la Iglesia

103. La relación recíproca entre el misterio de la Iglesia y María se manifiesta con claridad en la « gran señal » descrita en el Apocalipsis: « Una gran señal apareció en el cielo: una Mujer vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza » (12, 1). En esta señal la Iglesia ve una imagen de su propio misterio: inmersa en la historia, es consciente de que la transciende, ya que es en la tierra el « germen y el comienzo » del Reino de Dios. 139 La Iglesia ve este misterio realizado de modo pleno y ejemplar en María. Ella es la mujer gloriosa, en la que el designio de Dios se pudo llevar a cabo con total perfección.
La « Mujer vestida del sol » —pone de relieve el Libro del Apocalipsis— « está encinta » (12, 2). La Iglesia es plenamente consciente de llevar consigo al Salvador del mundo, Cristo el Señor, y de estar llamada a darlo al mundo, regenerando a los hombres a la vida misma de Dios. Pero no puede olvidar que esta misión ha sido posible gracias a la maternidad de María, que concibió y dio a luz al que es « Dios de Dios », « Dios verdadero de Dios verdadero ». María es verdaderamente Madre de Dios, la Theotokos, en cuya maternidad viene exaltada al máximo la vocación a la maternidad inscrita por Dios en cada mujer. Así María se pone como modelo para la Iglesia, llamada a ser la « nueva Eva », madre de los creyentes, madre de los « vivientes » (cf. Gn 3, 20).
La maternidad espiritual de la Iglesia sólo se realiza —también de esto la Iglesia es consciente— en medio de « los dolores y del tormento de dar a luz » (Ap 12, 2), es decir, en la perenne tensión con las fuerzas del mal, que continúan atravesando el mundo y marcando el corazón de los hombres, haciendo resistencia a Cristo: « En El estaba la vida y la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron » (Jn 1, 4-5).
Como la Iglesia, también María tuvo que vivir su maternidad bajo el signo del sufrimiento: « Este está puesto... para ser señal de contradicción —¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!— a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones » (Lc 2, 34-35). En las palabras que, al inicio de la vida terrena del Salvador, Simeón dirige a María está sintéticamente representado el rechazo hacia Jesús, y con El hacia María, que alcanzará su culmen en el Calvario. « Junto a la cruz de Jesús » (Jn 19, 25), María participa de la entrega que el Hijo hace de sí mismo: ofrece a Jesús, lo da, lo engendra definitivamente para nosotros. El « sí » de la Anunciación madura plenamente en la Cruz, cuando llega para María el tiempo de acoger y engendrar como hijo a cada hombre que se hace discípulo, derramando sobre él el amor redentor del Hijo: « Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: "Mujer, ahí tienes a tu hijo" » (Jn 19, 26).